Una fila de clientes con mascarillas se extendía a lo largo de un pequeño centro comercial en Doral, frente a Caracas Bakery. Iban entrando de uno en uno.
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Nadie tenía prisa. Los pacientes clientes charlaban o miraban sus teléfonos un sábado reciente, esperando su turno y deleitándose con el aroma de los croissants de mantequilla y el olor a pan artesanal recién horneado que se salía del local cada vez que se abría la puerta.
Pero adentro era donde aguardaba la recompensa: Un mostrador de dos metros de largo lleno de productos de panadería estilo francés y venezolano, desde pan hecho con levadura natural hasta clásicos del país venezolano como pan canilla y campesino, similares a las baguettes francesas, los cachitos, los panes dulces y los pasteles.
Para Manuel y Jesús Brazón, padre e hijo, que huyeron de Venezuela y empezaron una difícil carrera en panadería, justo cuando empezó la pandemia, su primer año como negociantes ha terminado como empezó: con el aroma del pan atrayendo clientes a su puerta.
“A pesar de la pandemia, nunca dejamos de trabajar”, dice Jesús Brazón. “La gente nos recibió con los brazos abiertos y eso nos hizo seguir adelante”.
Las filas frente a la puerta han ido aumentando discretamente.
UN HIJO ‘HIPNOTIZADO’ POR LA FABRICACIÓN DE PAN
Jesús Brazón, el único hijo de Manuel y Scarlett Rojas, abandonó Venezuela en 2008, durante una época de creciente conflicto económico y violencia, tras ser secuestrado para pedir un rescate en la capital, Caracas. Este hecho fue traumático para su familia y para otras innumerables familias que sufrieron un destino similar. (Solo en 2012 se denunciaron más de 680 secuestros, según el Instituto para la Investigación de la Seguridad Ciudadana.)
Saltó de Canadá a la Ciudad de Nueva York, estudiando y haciendo todo tipo de trabajos, tratando de forjarse una nueva vida. Fue entonces cuando un amigo lo llevó a comer a Chelsea Market. En el camino se detuvo frente a una panadería donde amasaban pan con levadura natural.
“Me quedé hipnotizado solo con ver cómo trabajaban la masa”, dijo. Tras obtener un certificado de diseño en el Marymount Manhattan College, aceptó una oferta de trabajo para venir a Wynwood, donde terminó como vecino de la panadería Zak the Baker.
esús pasaba tiempo en la panadería y empezó a ver videos en YouTube sobre cómo hacer la masa del pan para hornear pan en casa. Modificó la estufa de su apartamento con rocas de lava y rociando agua para hacer vapor, un ingrediente crucial para hornear la masa del pan.
“Durante dos años, ni siquiera pude comer mi propio pan. Era amargo y desagradable”, recordó. “Mi pobre compañero de apartamento ni siquiera podía usar la estufa para calentar su comida”.
PAPÁ SIGUE SU PASIÓN A LOS 50 AÑOS
Quizá Jesús haya aprendido esta pasión de su padre. Manuel Brazón tenía un trabajo poco romántico en la seguridad de edificios, pero volvía a casa para hacer cupcakes. Empezó a enviar a su hijo a la escuela con los pequeños bizcochitos. Poco a poco en la escuela empezaron a comprarle cupcakes a Manuel para venderlos en la cafetería. Llegó a hornear hasta 500 por noche después de llegar de su trabajo.
Cuando Manuel, de 61 años, visitó a su hijo en Miami durante un viaje en 2012, vio el funcionamiento de Zak the Baker y quedó tan hipnotizado como había quedado su hijo aquel día en la Ciudad de Nueva York. Manuel decidió que algún día trabajaría allí. Regresó a Caracas, se jubiló de su empleo y comenzó a tomar clases de panadería y pastelería en una escuela de cocina.
En 2014, cuando volvieron a surgir las amenazas de secuestro, Manuel y su esposa se reunieron con su hijo en el sur de la Florida. Y dos años después, le rogó a Zak Stern que le dejara ser aprendiz en Zak the Baker, aunque no hablaba inglés. Trabajó allí cuatro años, aprendiendo todas las funciones de la panadería.
“Básicamente, le hablaba en italiano con acento de la sagüesera”, dice Stern. “Él es el auténtico protagonista. Forma parte de la cultura gastronómica de Miami que necesitamos. Historias como la suya son las más importantes en Miami”.
Jesús ya había decidido abrir una panadería con su amigo de la infancia, Luis Mauricio Payares, que se encargaría de la parte empresarial. Viajó por todo el país probando panes artesanales, desde Nueva York hasta San Francisco, perfeccionando sus habilidades. Viajaba con una báscula en su equipaje, comprando de todo, desde panes hasta croissants, y llevándolos a su habitación para pesarlos y poder algún día replicar sus propias versiones.
Encontraron un pequeño local de 1,000 pies cuadrados en Doral, lo llenaron de equipos usados y empezaron a probar la masa para el pan de Jesús en el espacio inacabado.
LLEVANDO LA MASA MADRE A DORAL
El aroma del pan salía de la tienda, recorría los pasillos, llegaba a las casas vecinas y atraía clientes inesperados a su puerta. Pedían poder comprar su pan de prueba. Ofrecían una hogaza en $2, $5, $10. En enero de 2020, un mes antes de que abrieran, empezaron a dejar entrar a los clientes.
“Fue el olor, ¡vaya! El olor era increíble”, recordó Payares.
“Fue una locura, para ser sincero”, añadió Jesús. “Esa noche nos preparamos para abrir y empezamos a vender al día siguiente”.
Se formaron filas. Se agotó todo antes del mediodía. El negocio llegó a tal punto que no podían hacerlo solos. Jesús le pidió a su padre que dejara el trabajo en Zak the Baker, en el que llevaba cuatro años, para unírsele y añadir pasteles, croissants y golosinas al menú.
“Nunca pensamos en hacer esto de forma comercial, pero aquí estamos”, dijo Manuel.
La panadería se convirtió en un asunto familiar. Payares, que partió de Venezuela con su pareja de toda la vida y su hija de 12 años, la trajo, y ella sugirió que empezaran a hacer cachitos rellenos de jamón y queso. La madre de Brazón, Scarlet, hacía todo el pan de jamón para fiestas. El personal se convirtió en una familia. Incluso trajeron a un par de aprendices, como había hecho Stern con Manuel.
“Fueron muchas historias paralelas que coincidieron”, dijo Jesús.
La panadería se convirtió en una fusión de productos de panadería elaborados con técnicas clásicas y panes tradicionalmente venezolanos, todos ellos con ingredientes de calidad (y caros), desde mantequilla francesa hasta harina importada.
Un cliente, que no había vuelto a Venezuela en 25 años, se emocionó hasta las lágrimas mientras comía un cachito con un refresco rojo Frescolita, comida que no había probado desde su infancia.
“Eso me llenó de orgullo”, dijo Manuel. “Le devolvimos ese recuerdo a través de la comida. Y eso es lo que me motiva”.
Stern visitó la panadería, que cumplió un año la semana pasada, para probar de todo. No le importó esperar su turno en la fila.
“Tomó su cultura gastronómica y la combinó con lo que aprendió para elevar su panadería”, dijo Stern. “Es importante que defendamos a gente como Manuel. Él es lo auténtico”.