15 de noviembre de 2024 3:36 AM

En el Hotel Sheraton Addis se encuentra el restaurant mas caro de Etiopía

En el restaurante más caro de Etiopía las copas de vino son de plata y los cubiertos son dorados. La cuchara, el tenedor y el cuchillo parecen bañados en un oro que encandila. Tal vez, por eso hay tantos guardias de seguridad en la puerta: un salero debe costar más que un sueldo promedio en el país más pobre del mundo según el Banco Mundial (en una medición que combina el PIB, el valor de los activos, el capital humano, la producción y los intangibles de cada nación). El lugar queda dentro del Restaurant del Hotel Sheraton Addis, una pequeña ciudad lujosa dentro de la gran capital de la hambruna. Se trata de una enorme fortaleza, amurallada, donde las habitaciones están sobre los 300 euros y ya está lleno por varios meses. La mayoría de los funcionarios internaciones o empresarios o invitados del gobierno se quedan en este hotel, que tiene de todo lo que debe tener una ciudadela boutique. Dentro de sus varios restaurantes hay uno llamado Shaheen, que ofrece “elegante comida de la India”. El Shaheen es el restaurante más caro del país más pobre. Cuando entro, dos mujeres vestidas con trajes de la India, me dan la bienvenida, me corren la silla, me traen el menú.

Cuando uno recién entra al Sheraton, lo primero es pasar por el detector de metales de la puerta del hotel. A eso le sigue un lobby gigante y ornamentado por decoradoras de Estados Unidos. En uno de los sofás del living principal se puede ver a un par de mujeres etíopes muy arregladas, de taco alto y cartera imitación Gucci, en espera del golpe de suerte que les arregle la noche, y la semana. A un costado, hay dos cajeros automáticos, toda una rareza en Addis Abeba. Según economistas del primer mundo, una de las razones del atraso de Etiopía es que tiene una sucursal bancaria por cada 100.000 habitantes. Los cajeros automáticos del Sheraton representan el 50% de los cajeros automáticos de toda la ciudad.

Un guardia, con audífono en la oreja y que seguramente está armado, te conduce amablemente al Shaheen. Cuando ingresas al lugar más caro de la ciudad no piensas en el país más pobre. El sitio no es muy amplio, la mitad de las mesas están desocupadas y hay un enorme vidrio tras el cual se puede ver a un habilidoso cocinero preparando los platos de comida india.

En la mesa de al lado hay una pareja de rusos gordos que se ríen a carcajadas. Más allá un solitario hombre de negocios, que parece de la India, bebe una sopa típica de Bombay con su cuchara bañada en oro. En una de las paredes hay un estante con vinos de Francia. La luz es baja, encienden velas en candelabros de plata y toda el agua que se ofrece es embotellada en Europa. Si no fuera por la exagerada ostentación, podría ser un típico restaurante bueno y caro de Nueva York o París, pero estoy en Etiopía.

Me sirven el vino en la copa de plata, y antes de que lleguen los platos, recuerdo que el alimento no es solo placer gastronómico. La comida sirve para satisfacer el apetito, las funciones fisiológicas, regular el metabolismo corporal y mantener la temperatura corporal. La comida es indispensable para el ser humano, y cada vez más escasa en un mundo donde comienzan a faltar los alimentos. Pero cuando finalmente la comida llega, me olvido de esas necesidades básicas y me dedico a comer por placer. A degustar, minuciosamente y con gusto, cada diferente sabor que cae sobre la mesa. Como, masticando lento y pausado y disfrutando cada plato de comida india. Como, sabiendo que hay pocas cosas tan placenteras como la comida. Y pocas tan injustas.

Me sirvo otra copa de vino, y otra, y agrego un nuevo plato, y otro. La cuenta final parece la alineación de un equipo de fútbol indio: un Mun Makahanwalla, un Tandoori Tang, un Subzi Pulao, un Garlio Naan, un Biebal Ki Handi. Todo eso, más una botella de vino etíope Axumit, no supera los 70 dólares. Una fortuna, para el etíope promedio: un alquiler en el centro de la capital puede salir por 30 dólares y un campesino del interior puede ganar 4 dólares semanales, lo mismo que el agua mineral sin gas que pido al final, sin mucha sed.

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Cuando uno cruza la puerta de un restaurante caro, quedan afuera los niños mendigos, los viejos mutilados, las mujeres con poliomielitis, las moscas gordas, la miseria y, fundamentalmente, el hambre. Adentro, uno se siente a salvo del bombardeo mental que significa recorrer la ciudad. En un país azotado por la hambruna, como Etiopía, los buenos restaurantes funcionan como refugios antiaéreos. Un búnker en mitad de la guerra existe para resguardar a los de siempre: altos funcionarios internaciones y a esa parte de la élite local que aún no deja el país. El mismo tipo de personajes que veo en las mesas vecinas esta noche en el restaurante Ghion, otro de los restaurantes caros del país del hambre.

El Ghion es el restaurante más caro de los que se dedican a la comida etíope. Por eso, todo lo que a uno le sirven, viene acompañado con un show folclórico compuesto por cinco músicos y cuatro bailarines: dos hombres y dos mujeres que se cambian de trajes y saltan risueños mientras nosotros comemos. Cerca del escenario, tres tipos de corbata (un etíope con traje italiano y dos europeos) hablan de negocios y brindan con vino francés y uno saca fotos del show con su iPhone. Los bailarines son delgados como una bicicleta y se mueven de manera nerviosa, con movimientos rápidos y bruscos, al límite de terminar con el codo dislocado o un hombro salido. Entre los garzones, que siguen transportando bandejas con comida, hay una mujer de traje negro y peinado de trenzas que se acerca para tomar mi pedido:

—Le recomiendo esto— me dice, con acento de inglés para turistas, indicando con su dedo largo un Doro Wat.

El restaurante Ghion está dentro del hotel Ghion, un cinco estrellas estatal, que se vende como “The garden palace of east Africa”. Dentro del local, adornado con largas cortinas blancas y donde se huele incienso, no hay mesas. En Etiopía, un país con su propio alfabeto, su propio horario y su propio calendario, no es de extrañar un restaurante sin mesas. Tampoco hay cubiertos. Tradicionalmente, los etíopes comen con las manos, entre varios, y sobre una gran tortilla llamada injera. La misma mujer que me toma el pedido vuelve a los pocos minutos con una gran jarra, la inclina, y deja caer agua para que me lave las manos. Al rato, comienza la comida con un procedimiento simple: te ponen frente a ti la injera, una suerte de crèpe gigante hecha con un cereal etíope que se llama teff, y sobre ese mantel esponjoso y comestible van depositando lo que pediste. Ya sea una carne picante, un saltado de verduras o una preparación de pollo, el Doro Wat. La idea es que todos los que están sentados alrededor de esta gran tortilla, vayan cortando pedazos de injera para hacer unos tacos con la comida. La gracia de comer comida típica entre extranjeros te puede salir por unos 50 dólares. Y con 50 dólares en Addis Abeba se pueden comprar 25 entradas, de la tribuna preferencial más cara, para un partido del Campeonato Nacional de Fútbol de Etiopía.

En eso estoy, destrozando la gran tortilla esponjosa para atrapar el pollo con tomates, cuando los músicos comienzan una nueva canción. Los bailarines parecen poseídos, saltando hasta dislocarse, ejecutando una tradicional danza dedicada al agua: las sequías prolongadas habituales en Etiopía —y que repercuten en malas cosechas— son una de las razones de tanta hambruna. Antes que termine el baile, y que me termine el pollo, entran al restaurante un grupo de cuatro parejas de italianos cargando niños africanos que seguramente acaban de adoptar. Uno de ellos filma todo, le habla a la cámara, y enfoca a su mujer que besa con entusiasmo a la niña de dos años que lleva en brazos. Afuera del restaurante, afuera del búnker, está el país con el mayor número de niños huérfanos del planeta.

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En Etiopía no hay muchos restaurantes de comida típica. Seguramente, porque casi no hay turistas, la gran masa consumidora de platos típicos. Dentro de los destacados está el Teshomech Kitfo House y Carnivore’s restaurant, pero la gracia del restaurante de Ghion es que además de tener buena fama en su comida, tiene un espectáculo de danza típica.

Después de un rato de comer con la mano esta tortilla esponjosa sobre la que han esparcido pequeños guisos picantes, uno ya está manchado. Las manos, alrededor de la boca, la servilleta y tal vez algo del pantalón. Otros platos destacados, de una comida basada en la simpleza de meter todo sobre la tortilla son: el Kifto, carne de res cruda y condimentada y cortada en pedacitos, que es la forma más popular de cocinar la carne en el país; y el picante Hummus de garbanzo con cebolla. En el menú, donde se ven pocos platos, bordean los 12 dólares. En general, la comida etíope no tiene mayores pretensiones y en la carta no hay aperitivos ni postres. Sin embargo, en otros lugares está convertida en todo un éxito.

Mientras las Naciones Unidas tiene a Etiopía como uno de los países con alarmante falta de alimentos y siempre dispuesto a aumentar su porcentaje de hambruna, en ciudades como Nueva York, Londres o París, la comida Etíope cada vez está más de moda. Hace poco se abrió un restaurante en Madrid, en Berlín hay varios y en DF algunos habitantes de paladar exótico claman en los foros gastronómicos para que pronto llegue “un etíope a La Condesa”. El restaurante Queen of shebba, uno de comida etíope en Manhattan, fue elegido el año pasado entre los mejores de la gran manzana. Y hace varios años que Marcus Samuelsson, un chef nacido cerca de Addis Abeba, está considerado por The New York Times dentro de los mejores cocineros de la ciudad.

Dentro del restaurante se huele el aire cosmopolita que tiene esta comida en el primer mundo. Una pareja de novios canadienses, que parecen saber que Etiopía hoy es un destino cool entre “viajeros vanguardistas”, se preparan bocadillos de injera con la delicadeza de expertos. Fuera del restaurante, del búnker que nos mantiene a salvo del bombardeo, claramente la realidad de la comida etíope es otra.

De los 75 millones de habitantes que tiene el país, más de 15 millones están bordeando la línea de la hambruna. A esto hay que agregar la crisis mundial de alimentos que vive el planeta. La Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) estima que unos 1.500 millones de personas en el mundo sufren de hambre y desnutrición, y Etiopía es una de las naciones que lidera el ranking. Si la comida sigue subiendo de precio, su tendencia en los últimos meses, la consecuencia lógica será que aumente la cifra de miles de personas que mueren al día a causa del hambre. Stop. Disculpen, pero quiero frenarme en esa última frase: “Miles de personas mueren al día a causa del hambre” es una oración que ya no dice nada, tal como no dicen nada “Se están quemando nuestros bosques” o “Salvemos las ballenas”. Pero, por un momento, detengámonos en esa frase: Miles de personas se mueren, cada 24 horas, por no tener nada para comer. Esas miles son 25.000 al día, 750.000 al mes. A partir de hoy, y en apenas seis años, morirán de hambre en el mundo la misma cantidad de personas que toda la población de Colombia.

No es que morirán en una guerra, ni que los picará una víbora, o les explotará una bomba, o los contagiará una epidemia o los aplastará una ola gigante: morirán por no tener comida. Morirán oxidados, como quedan los autos en aquellas ciudades donde ya no llega el combustible. Morirán, como siempre sucede cuando no hay alimentos, con los ojos hundidos y la boca abierta.

Estos días en Etiopía he visto el hambre muchas veces, pero no la he sentido ni de cerca. Los médicos dicen que para sentir hambre, verdaderamente hambre, hay que pasar al menos 14 horas sin ingerir alimentos. Y en esta historia, la de comer en Addis Abeba, nunca ha pasado un par de horas sin que coma algo. He comido mientras me contaban la historia del emperador etíope Haile Selassie, el único rey africano de la historia y en quien se inspiró la fundación del movimiento rastafari y la música reggae. He comido mientras una enfermera belga me decía que este país es el que tiene el mayor número de ONG humanitarias del planeta, y me lo decía en una pizzería donde casi todos eran empleados “humanitarios”. He comido recordando que las únicas veces que sentí verdaderamente hambre en mi vida fue en Barcelona, donde nunca pasé un día completo sin comer. He comido mientras recordaba que el Chavo del ocho siempre tenía hambre, pero que nunca le faltaba algo para meterse a la boca: incluyendo un pescado vivo de la pecera de don Ramón. He venido a comer por trabajo, y he comido en lugares lujosos, exclusivos como pocos, y que sin embargo son baratos en precios internacionales: la comida típica del Ghion me salió por 40 dólares, lo mismo que un sueldo de cajero en Addis.

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Por estos días, Etiopía sigue celebrando la llegada del nuevo milenio. Basta un recorrido por el centro de la capital, repleta de edificios eternamente a medio cons(des)truir, para sorprenderte por la cantidad de afiches oficiales saludando la llegada del año 2000. No es una broma. Etiopía puede ser visto como un ejemplo del atraso, pero es un dato objetivo que ellos recién viven la llegada del nuevo milenio.

—Tenemos nuestro propio calendario, en años y en meses. Nosotros tenemos 13 meses— me dice orgulloso Alemayehu, el empleado de una empresa de buses para turistas, flaco y largo como el famoso fondista etíope Abebe Bikila. Pero Alemayehu no corre. Y se toma las cosas con calma: son muy pocos son los turistas que llegan hasta aquí, y menos son los que contratan su servicio.

Como muchos etíopes, el flaco Alemayehu tiene la piel negra y los rasgos árabes. Mueve las manos cuando habla, y trata de decir las cosas educadamente. Tiene 32 años, no conoce ningún otro país africano, y con los 140 dólares que gana le alcanza para arrendar un departamento para él solo, comprarse una corbata al año y comer bien.

—Yo sé que tenemos una mala imagen en el extranjero. Que se dice que en Etiopía hay muchos enfermos, mucha hambruna, muchos niños desnutridos. Eso es cierto, pero también es un poco exagerado. No somos solo eso. Etiopía tiene muchas otras cosas para ofrecer— dice, con la heroica defensa de cualquier hijo de vecino cuyo país tiene un estigma mundial.

Me habla de religión, de parques naturales, de tribus en el interior del país, del café (cuyo origen mundial está en Etiopía), y remarca que Addis Abeba es considerada una de las primeras ciudades de la civilización. De hecho, en el Museo Nacional de la ciudad, está Lucy, considerada la momia más antigua de la historia.

Sin embargo, hay otro dato que más enorgullece a Alemayehu y al resto de los etíopes: nunca fueron colonia de nadie.

—Nunca, nunca, nunca fuimos conquistados. Somos el único, el único país de todo África que nunca fue colonia. Italia nos intentó conquistar, pero los expulsamos. Y después, durante Mussolini, ellos ocuparon el país unos pocos años. Pero nunca fuimos conquistados, nunca fuimos colonia— la calma de Alemayehu se transforma en desbordado entusiasmo. La ciudad parece arrasada, el país vive en constante bombardeo por la hambruna, y ahí esta él, como muchos etíopes, defendiendo el orgullo de ser parte de este lugar en el mundo. Rescatando, pese a todo y con energía, ser verdaderamente un etíope.

—¿En los colegios les hablan mucho de que Etiopía nunca fue colonia de nadie?

—Mucho. Siempre lo recuerdan. Siempre está presente— y deja clavada en su cara una sonrisa que dura varios segundos, hasta que se vuelve a empinar la Coca – Cola.

Estamos en el restaurante-bar de la piscina del hotel Hilton. Cada uno pidió un Club Sándwich, con abundantes papas fritas. En la piscina hay dos chicas en bikini que hablan en inglés y parecen ser las novias de algún funcionario internacional que se aloja en el hotel. En la capital de Etiopía la mayoría de los extranjeros prácticamente vive en los hoteles. El Hilton de Addis, por ejemplo, tiene adentro un supermercado con productos importados, para que cada funcionario internacional o miembro de la elite local que aún no se va del país, haga su propio búnker en casa. La comida de los dos sale en 30 dólares.

Dos horas antes de llegar al bar de la piscina había estado comiendo. Por eso, dejo la mitad del club sándwich en el plato. No porque tenga mal sabor, sino porque no doy más de tanto alimento. Tal vez, de vuelta a casa, debería ponerme a régimen. Desde que estoy en Addis, la capital de la hambruna, casi no he parado de comer.

Por algún momento, un extraño momento, pienso que sería bueno envolver esa mitad de club sándwich para regalárselo a alguno de los niños con hambre que están afuera del hotel pidiendo limosna. En Latinoamérica, donde también está lleno de niños hambrientos que piden limosna, hay muchos que consideran su gran labor contra el hambre envolver las sobras del restaurante en una servilleta y regalárselas al chico que nos cuidó el auto. Pero aquí es diferente. Sentir que estamos construyendo un mundo mejor por regalar las sobras aquí, al menos, parece ineficiente. Supongo que, dadas las circunstancias, el camino más efectivo para que estas sobras lleguen a la gente es dejarlas en el mismo plato.

No es algo que se me ocurra, ni de ahora. Ya lo contaba Ryszard Kapuscinski en su libro El Emperador, donde relata la vida del emperador etíope Haile Selassie. Ahí cuenta Kapuscinski de una reunión de presidentes africanos en el palacio imperial de Addis Abeba, a mediados de los 60. Describe una fiesta de la abundancia. Muchos miles de dólares se le había pagado a la famosa cantante Miriam Makeba, la voz de “Pata Pata”, para que entretuviera a las autoridades y periodistas acreditados durante esa gala adornada con cerros de comida. En eso, el periodista polaco sale un segundo del palacio, y escucha un ruido extraño colina abajo: “En la profundidad de la noche, hundida en el barro y bajo la lluvia, se apiñaba una turba de mendigos descalzos a los que arrojaban las sobras de las bandejas los que trabajaban en el barracón fregando platos y cubiertos”.

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Uno podría pensar que África es un invento de la televisión. Que más que un continente, es obra de esa gran y millonaria religión llamada “caridad”. Un truco, una leyenda, por la que hacemos conciertos y campañas y grabamos discos en el mundo ¿Y si África en realidad no existe? ¿Y si esos niños desnutridos no son más que muñecos a control remoto, construidos especialmente para dar miedo y lástima, y que han sido filmados en un desierto cerca de Los Ángeles? ¿Si es todo un invento para que, finalmente y en comparación a esas imágenes, nos sintamos afortunados? Tal vez sea así, y eso explique el porqué África siempre ha estado ahí, incomodándonos a todos, pero ahí se queda.

La noche que fui al Shaheen, el restaurante más caro de Etiopía, las calles de la ciudad estaban a oscuras, y en muchas esquinas se veían bultos que seguramente respiraban y tenían ojos. Iba rumbo al restaurante más caro del país más pobre, y en el trayecto pasamos por un gigantesco edificio del Ministerio de Agricultura, porque Etiopía existe, claro que existe, igual que África. Y desde el taxi se veía casi lo mismo que en cualquier capital latinoamericana, pero muy exagerado y sin salsa ni reggaetón.

Después de la larga comida, junto a la cuenta me dieron una invitación para una fiesta de los años 80 en la discoteca del hotel. La noche prometía. En la puerta de la discoteca, había dos guardias y una pareja de franceses jóvenes que le discutían algo. Pasé mi invitación, y el guardia me detuvo en seco: “Usted tampoco puede pasar”, me dijo, y apuntó a los pies antes de decir: “¡Solo con zapatos de vestir!”. Fuera de ahí, en el país bombardeado por la hambruna, la mayoría de los niños andaban descalzos.

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