El veterano presidente sandinista Daniel Ortega, que apuesta a reelegirse el domingo por tercera vez consecutiva en unos comicios sin oposición real, ha mantenido el poder total o parcialmente en la convulsa historia política de Nicaragua durante las últimas cuatro décadas.
Sur florida / AP
Aplaudido por sus seguidores y condenado por quienes lo comparan con el dictador Anastasio Somoza, al que ayudó a derrocar como parte de una guerrilla revolucionaria en 1979, Ortega es un polémico referente en un país que ha vivido polarizado por guerras y constantes conflictos.
José Daniel Ortega Saavedra nació el 11 de noviembre de 1945 en el municipio de La Libertad, provincia de Chontales, 160 kilómetros al este de Managua. Desde adolescente siguió los pasos de sus padres, Daniel Ortega Cerda y Lidia Saavedra, opositores al régimen de Anastasio Somoza Debayle.
Junto con sus hermanos Humberto y Camilo (que moriría en combate en 1978), Ortega formó parte de la guerrilla urbana del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN). Su principal acción armada fue el asalto a un banco en 1967, tras lo cual cayó preso y permaneció en la cárcel durante siete años.
Tras ser liberado en 1974 junto a otros sandinistas por un comando armado que asaltó la casa de un ministro de Somoza, permaneció en Cuba y en Costa Rica por más de cinco años. Allí conocería a la poeta exiliada Rosario Murillo, con quien procreó seis hijos a partir de 1980 y adoptó a tres que ella ya tenía. Ambos ocupan hoy los máximos cargos de poder en el país.
De aspecto desaliñado y carácter tosco e introvertido, el exguerrillero se convirtió sin imaginarlo en una figura de la revolución, primero como coordinador de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional (1979) y desde 1985 como presidente, gobernando a Nicaragua bajo una cruenta y prolongada guerra civil.
El ejército dirigido por su hermano, el general Humberto Ortega, hizo frente a miles de campesinos “contras” que se alzaron en armas apoyados por Estados Unidos. Pero debido al descontento popular tras casi 10 años de guerra y ruina económica, los sandinistas cayeron en las urnas frente a Violeta Chamorro, quien gobernaría de 1990 a 1997 para restablecer la democracia.
Con el lema “gobernaremos desde abajo”, Ortega se dedicó a reagrupar a las desmoralizadas bases del FSLN y dirigió violentas protestas contra los “gobiernos neoliberales” de Chamorro y sus sucesores, el liberal Arnoldo Alemán y el conservador Enrique Bolaños. Luego de tres fallidas candidaturas, Ortega volvió a la presidencia en 2007 con la promesa de “trabajo y paz” para su electorado, y ofreciendo a Washington “relaciones de armonía y respeto”.
El líder sandinista ganó esas elecciones con un 38% de los votos, como resultado de una negociación semi-secreta con el entonces presidente liberal Alemán, en 1998, que permitió aprobar en el Parlamento una reforma electoral que redujo del 51% al 35% el mínimo de sufragios requeridos para acceder a la Presidencia. El pacto también llevó al FSLN a controlar todos los poderes del Estado y lograr amplia mayoría legislativa, la cual mantiene.
Su poder absoluto sobre el Poder Judicial le permitió también librarse de una demanda por abuso y violación sexual, entablada por su hijastra Zoilamérica en 1998 y que fue archivada por una jueza sandinista. Desde el tribunal electoral, igualmente manejado por el FSLN, Ortega sorteó las denuncias opositoras de fraude en los comicios 2011 y 2016, cuando se reeligió pese a las críticas de la OEA, Estados Unidos y la Unión Europea.
Ya de nuevo en el gobierno, del que le entregó una importante cuota de poder a Murillo, Ortega retomó sin dilaciones los nexos diplomáticos con Cuba y adhirió a Nicaragua a la Alianza Bolivariana de las Américas (ALBA), lo que le permitió contar con una millonaria ayuda del entonces presidente venezolano Hugo Chávez, fallecido en 2013.
Con la abundante cooperación petrolera, calculada extraoficialmente en 5.000 millones de dólares, puso en marcha emblemáticos programas sociales que le granjearon el apoyo de sectores pobres que agradecieron a los sandinistas la gratuidad de la educación y la salud. Al mismo tiempo, la familia Ortega Murillo se hizo de hoteles, fincas agropecuarias, agencias de publicidad, empresas eléctricas y de construcción, y más de una docena de radios, canales de televisión y otros negocios dirigidos desde entonces por los hijos del presidente, según señalan sus detractores.
Daniel Ortega “tiene todos los elementos para tener gran poder (y) es peligroso que quiera ir concentrando más y más”, había advertido entonces el escritor disidente Sergio Ramírez, quien fue vicepresidente durante el primer gobierno sandinista y luego se convirtió en uno de sus grandes críticos.
Una alianza estratégica sellada desde 2007 con el sector privado llegó a su fin con las protestas estudiantiles que estallaron el 18 de abril de 2018, que fueron apoyadas por empresarios, líderes católicos y amplios sectores de la sociedad civil. El gobierno sofocó la revuelta con una inusitada represión que dejó más de 300 muertos, más de 2.000 heridos y 1.600 detenidos en distintos momentos, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
La nueva crisis política, que aún persiste, causó pérdidas económicas por más de 2.000 millones de dólares, mientras los principales funcionarios y allegados de la familia Ortega, incluyendo a la poderosa Rosario Murillo, fueron sancionados por los gobiernos de Estados Unidos, Canadá y la Unión Europa.
Con las elecciones generales en puerta, e incapaz de remontar su gobierno con la estabilidad previa a 2018, Ortega cargó contra la oposición que se preparaba para disputarle el poder y ordenó encarcelar a tres docenas de adversarios, incluyendo varios líderes políticos y siete aspirantes a la presidencia que desde fines inicios de 2021 punteaban en la intención de voto. A todos ellos los responsabilizó por los sucesos de abril, que atribuyó a “un golpe de Estado terrorista” apoyado por Estados Unidos y los acusó de graves delitos.
Las votaciones se realizarán cuatro días antes de que Daniel Ortega cumpla 76 años y en un país donde las manifestaciones opositoras siguen prohibidas desde 2018, con más de 155 nicaragüenses presos según la oposición y unos 100.000 más exiliados, lo que ha llevado a la comunidad internacional a cuestionar su legitimidad.