23 de diciembre de 2024 3:23 PM

Aquel 11 de septiembre

Aquel 11-SQuizá nada simbolice mejor el efecto duradero de los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono que el hecho de que el World Trade Center todavía no esté reconstruido y las guerras de Irak y Afganistán no estén del todo concluidas.

Alvaro Vargas Llosa

Todos recordamos dónde estábamos y qué hacíamos ese día, como nuestros mayores recuerdan dónde estaban y qué hacían cuando mataron a John Kennedy en 1963 o cuando Neil Armstrong puso un pie en la luna seis años más tarde. El mundo en que vivimos está parcialmente moleado por lo que sucedió hace exactamente 10 años y aunque otra inseguridad, la económica, ha desplazado a la física como primera preocupación en las naciones occidentales y algunas otras, no hay día en que una noticia, una exasperante incomodidad, una foto o una asociación de ideas no nos traiga de golpe a la memoria aquel “11 de septiembre”. Hasta hace 10 años, “11 de septiembre” quería decir, para los enterados, Pinochet. Después de los atentados de los que se cumple este fin de semana una década, “11 de septiembre” quiere decir para todos, incluidos los chilenos, al Qaeda. La organización terrorista se apropió para siempre de esa fecha atroz en el calendario.

Quizá nada simbolice mejor el efecto duradero de los atentados contra las Torres Gemelas, el Pentágono y el avión que se estrelló en Pennsylvania, responsables de la muerte de 2.985 personas, que el hecho de que el World Trade Center todavía no esté reconstruido y las dos guerras de Irak y Afganistán no estén del todo concluidas.

El World Trade Center era un complejo de siete edificios, dos de los cuales eran conocidos como las Torres Gemelas. Ahora, en ese lugar, habrá cinco rascacielos, el principal de los cuales, 1 World Trade Center, de más de 500 metros de altura, diseñado por Daniel Childs y Daniel Libeskind, no estará terminado hasta 2013. El museo del “11/9”, que se ubicará allí mismo, no se inaugurará hasta dentro de algunos días. Mañana, exactamente 10 años después, sólo las dos piscinas conmemorativas con los nombres de las víctimas serán abiertas por primera vez al público.

Lo otro es mucho más complejo, pero igualmente duradero: las tropas estadounidenses y de la OTAN siguen en Afganistán y la retirada no tendrá lugar, en principio, hasta 2014. En Irak, aunque la invasión no sucedió el mismo 2001, sino dos años más tarde, la duración del conflicto también es impresionante: las tropas estadounidenses no abandonarán ese país oficialmente hasta finales de este año, aun cuando en la práctica un remanente permanecerá allí después.

Una tercera guerra, algo menos directa pero también hija de los atentados, es la que se libra en Pakistán. Estados Unidos usa en ese caso dirigibles no tripulados y fuerzas camufladas en lugar de soldados regulares, como se vio con la operación de los Navy Seals que acabó con Osama bin Laden nueve años y ochos meses después de los atentados. Pero en esfuerzo, dinero y tiempo, se trata de una guerra como las otras dos. Para no hablar de los muchos otros lugares, principalmente Yemen, donde Estados Unidos derrocha medios humanos y materiales para combatir a la organización terrorista que Bin Laden dirigía.

Cuando George W. Bush lanzó la “guerra contra el terror” a partir de la doctrina que lleva su nombre -según la cual Estados Unidos se embarcaría en una lucha preventiva internacional para impedir un nuevo ataque dentro de su territorio-, se habló de cifras que hoy suenan ridículas en comparación con las que acabaron siendo necesarias. El cálculo más ambicioso para la ocupación de Irak fijaba en 100 mil millones de dólares el costo de esa aventura. Al día de hoy se llevan gastados, según las cifras más conservadoras, bastante más de un billón de dólares (trillón en inglés). Y no se diga nada si sumamos los diversos conflictos. La Universidad de Brown calcula el costo de toda la “guerra contra el terror”, que incluye el empleado dentro del territorio estadounidense y las ayudas con fines específicamente vinculados a la lucha antiterrorista a terceros países, en más de cuatro billones de dólares (más que todo el tamaño anual de la economía de América Latina).

El costo financiero real, claro, es difícil de medir con exactitud, porque no sabemos cuánto del problema del déficit y la deuda que hoy lastra al gobierno de Obama tiene conexión directa o indirecta con la guerra contra el terrorismo provocada por Bin Laden hace una década.

El costo político en lo inmediato fue enorme -la impopularidad de la reacción estadounidense borró de un plumazo la solidaridad de la primera hora en medio mundo- y dejó a Estados Unidos resentido. Mientras que en los países árabes el prestigio norteamericano no ha revertido su caída -según el Arab American Institute, es hoy aún menor que en tiempos de Bush-, en Europa los aliados de Washington , del Partido Popular de José María Aznar al Partido Laborista de Tony Blair, fueron arrojados del poder en buena parte por efecto de una política exterior vinculada a los atentados. En Estados Unidos, Obama llegó al poder en gran parte por su oposición a la Doctrina Bush, pero tuvo que continuar con ella. Eso, mezclado a la crisis económica interminable, erosionó su respaldo a niveles que no permiten augurar con certeza su reelección.

Desde el punto de vista de la seguridad y la exportación de la democracia -los dos grandes objetivos que la respuesta a los atentados- es innegable que ha habido avances. No se ha producido ningún atentado perpetrado por extranjeros en territorio estadounidense en esta década. Diez intentos fueron abortados en Nueva York, de los cuales el más potencialmente grave fue el de un inmigrante pakistaní que quiso detonar un explosivo en Times Square en 2010. El único incidente violento registrado en este período, el de la base de Fort Hood, donde un militar musulmán de nacionalidad estadounidense mató a 13 soldados e hirió a 29 hace dos años, no fue obra de al Qaeda, aunque puede decirse que sí lo fue, en parte, de la guerra contra el terrorismo. El precio de esta seguridad, sin embargo, ha sido alto en cuanto a la erosión de ciertas libertades civiles, con el consiguiente y polarizante debate constitucional, jurídico y político. La burocracia relacionada con la política antiterrorista abarca a 1.200 agencias del Estado y a unas dos mil empresas, e incluye desde una intromisión abierta del gobierno en la vida privada de millones de personas hasta el controvertido uso de la base naval de Guantánamo para detener indefinidamente a sospechosos de terrorismo sin necesidad de un juicio. Obama hizo del cierre de esta prisión uno de sus caballitos de batalla electoral y hasta el día de hoy no ha podido cumplir su promesa por la extraordinaria complejidad jurídica y política que rodea todo lo que se relaciona con la base. No hay países dispuestos a aceptar a los presos que quedan, no hay cómo lograr que una ciudad estadounidense acepte que se enjuicie a los sospechosos en sus tribunales y el riesgo de que en un proceso abierto se revelen detalles sensibles que afecten a la seguridad nacional del país es muy elevado. Por tanto, allí sigue Guantánamo y el “estatus” de “combatientes enemigos” que se les aplica a los poco menos de 200 detenidos que quedan para justificar jurídicamente su encierro indefinido.

El avance de la democracia en el mundo islámico, una década después de los atentados que llevaron a Bush a querer democratizar el mundo con una activa participación norteamericana en el exterior, es lento y sorprendente. Lo más sorprendente es que no guarda relación aparente con la política exterior norteamericana sino con un movimiento de raíces profundamente locales cuya primera manifestación se dio en Túnez en diciembre del año pasado y que hasta ahora ha derrocado a los dictadores Ben Ali, Mubarak y Gaddafi, acotado el poder de un par más y puesto en jaque a otros, en especial a Bachar al-Assad. La “primavera árabe” es el sueño de Bush tras los atentados por razones aparentemente muy ajenas a la lucha contra el terror.

Mientras tanto, en Irak y Afganistán también hay un progreso con respecto a lo que había antes, pero con muchos matices. En Irak, el gobierno de al-Maliki, emblema del surgimiento de los shiítas largamente reprimidos por Hussein, es hoy un aliado, en cierta forma, de Irán y mantiene una relación confrontacional con los sunitas. Está por verse si al-Maliki dejará el poder cuando venza su segundo período como Primer Ministro. En Afganistán, el gobierno de Hamid Karzai, que lleva cerca de una década, no controla propiamente sino Kabul, y con gran precariedad. Su reelección fue denunciada por existir un fraude electoral y su gobierno está penetrado por la corrupción. Cuesta trabajo pensar en nada que se asemeje a una democracia funcional allí, en un contexto en el que el Talibán tiene en jaque a las instituciones a pesar de la incesante presión estadounidense y de la OTAN.

En Pakistán hay un gobierno elegido, pero no es exagerado decir que la lucha contra el terror retrasó el regreso de la democracia al fortalecer la posición de Pervez Musharraf, el general que gobernaba cuando se produjeron los atentados y al que Washington respaldó y financió después de ellos. Hoy esa democracia está penetrada por el fundamentalismo: es altamente probable que sus servicios secretos (ISI) hayan tenido pleno conocimiento de que Bin Laden se escondía en Abbottabad. El futuro de la democracia pakistaní es de muy incierto pronóstico a estas alturas.

Aunque en estos días hay una proliferación de homenajes a las víctimas, especiales conmemorativos y actos de recordación, la constatación más chocante en Estados Unidos es hasta qué punto el terrorismo, que era el asunto número uno hasta hace tres años, ha pasado a un segundo plano. La economía lo ha desplazado de las preocupaciones de la gente y del debate político. De no ser por el décimo aniversario, el país no habría centrado su atención en el terrorismo ni mucho menos. El jueves por la noche los precandidatos del Partido Republicano a la Presidencia debatieron en la sede de la biblioteca Ronald Reagan y el terrorismo brilló por su ausencia durante casi todo el debate. Muy lejos se sienten los días en que Barack Obama y John McCain hacían de sus diferencias en torno a la lucha contra el terror eje central de su disputa electoral.

Pasados los días conmemorativos, los atentados del 11 de septiembre de 2001 serán relegados nuevamente a algún lugar de la memoria y su secuela, las medidas adoptadas para prevenir nuevos atentados, que afectan la vida de millones de personas, pero se han vuelto parte de la rutina, suscitarán poca controversia a escala nacional.

Pero en un aspecto quizá los atentados todavía tienen una vigencia importante. Tiene que ver con el endurecimiento de la actitud de cierto sector del Partido Republicano y del ala derechista y sureña del Partido Demócrata hacia el mundo exterior. En temas como la inmigración, el presupuesto de Defensa, las relaciones con Europa o la manera de abordar la “primavera árabe” se nota en este sector una tendencia aislacionista y proteccionista. Sus exponentes principales han pasado de la ofensiva universal contra el terror y la búsqueda mundial de aliados a despreciar todo lo que tenga que ver con el mundo exterior y amurallarse mentalmente dentro del país. Es muy probable que en las elecciones primarias del Partido Republicano esta actitud sea un componente fundamental de la lid. También, que una vez definida la candidatura republicana, se inviertan los papeles con respecto a las elecciones presidenciales anteriores, cuando era el candidato demócrata el que pedía menos activismo internacional y más énfasis local, y el republicano el que decía lo contrario.

 

 

 

 

 

 

 

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