Aun para sus ya conocidos estándares de oposición al gobierno y agresividad antisantista, la última salida del expresidente Uribe la semana pasada sorprendió a muchos. La revelación de unas coordenadas militares secretas tenía implicaciones más graves que sus puyas anteriores. Tan es así que el presidente Santos, quien había tomado como mantra la decisión de no revirarle a los ataques de Uribe, no se pudo contener y lo acusó de “irresponsable”.
El origen de este incidente fue el hecho de que el exmandatario hubiera publicado las coordenadas geográficas de una delicada operación militar. El gobierno había autorizado la salida de algunos guerrilleros del país rumbo a La Habana con el fin de avanzar a otra fase del proceso. Para esto era necesario suspender las actividades militares en la zona donde iban a ser recogidos los subversivos por helicópteros de la Fuerza Aérea. Esa operación, por razones lógicas, tenía que ser confidencial.
Aun dentro de las Fuerzas Armadas pocos tenían conocimiento de la logística por evidentes consideraciones de seguridad. Sin embargo, alguien le filtró a Uribe las coordenadas exactas, quien las retransmitió por Twitter. Este era un acto que podría poner en peligro no solo el proceso de paz sino la vida de muchas personas. Esas negociaciones requieren para salir adelante un nivel de confianza recíproca, aun cuando se estén desarrollando en medio del conflicto. Si la filtración del expresidente hubiera producido algún acto de violencia, cualquier cosa hubiera podido suceder.
Uribe seguramente no lo hizo para que hubiera bala en el momento del traslado. Lo hizo para mandar una señal en el sentido de que dentro de las Fuerzas Militares hay sectores que todavía le copian más a él que al actual gobierno. Esto puede ser verdad, pero estimular y atizar esos sentimientos tiene también la consecuencia de generar rebeldía en los cuarteles.
Y esa actitud no es de la altura de una persona que ha ostentado la primera magistratura de la Nación. El militar que le suministró la información al expresidente irá a la cárcel si es descubierto. Lo de Uribe, por más indignación que haya creado, no tendrá consecuencias judiciales. Pero sí las tiene en la opinión pública porque una cosa es la crítica y otra el sabotaje.
Ese no es el único episodio en que el expresidente Uribe ha cruzado esa raya. La primera vez fue cuando después del fallo de la Corte de La Haya hizo un llamado para que los colombianos rechazaran esa sentencia. Esa causa no tiene pierde pues apelar al patriotismo en defensa de la integridad territorial es siempre taquillero. Pero no es realista ni respetable agitar esos sentimientos ante una situación dolorosa que no tiene remedio.
En circunstancias como esas, lo lógico hubiera sido anteponer lo que él siempre ha llamado “los superiores intereses de la patria” sobre cualquier consideración política personal. Esto no sucedió. Instigar al país a incurrir en el desacato de un fallo internacional de esta naturaleza dejaría a Colombia en una situación que va en contravía de su trayectoria como país de leyes y de su historia.
Muchos tirapiedras pueden asumir esa posición, pero no una persona que ha tenido la dignidad de la Presidencia y que ha regido los destinos del país. Y esto para no mencionar que Uribe, por haber gobernado ocho años, es el mandatario que más tiempo tuvo en sus manos el manejo de ese pleito. Además, está el hecho de que él mismo aparece filmado en un video de marzo de 2008, al lado del presidente Daniel Ortega, diciendo textualmente: “Presidente, esté tranquilo. Tenga toda la seguridad de que lo único que estamos haciendo es esperando la definición de la Corte de La Haya, la cual respetaremos totalmente”.
En el paro cafetero el expresidente no se portó mejor. Las pretensiones económicas de los productores del grano eran absurdas y de cumplirse habrían descuadrado las finanzas de la Nación. Esto no lo entiende todo el mundo, pues es más fácil comprender los problemas del pequeño caficultor que la minucia presupuestal del Estado. Por eso, esos paros siempre permiten pescar en río revuelto y la izquierda no deja de utilizarlos en forma efectista.
Pero Uribe es un experto en Hacienda Pública y más que nadie tiene que entender esas realidades. Si él fuera presidente, en esas circunstancias se hubiera parado valientemente con un megáfono frente a los cafeteros sublevados a ponerles el tatequieto. En su gobierno definitivamente se vio más la mano firme que el corazón grande. ¿Qué explicación tiene ahora que esté de promotor de todas las revueltas populares contra el orden institucional?
Su posición frente al proceso de paz es más legítima. Todo el mundo reconoce el derecho a la crítica que tiene cualquier ciudadano hacia este. Ese experimento despierta escepticismo y hay muchos argumentos sensatos para no compartirlo. Un sector importante del país tiene esas reservas y su vocero ha sido Álvaro Uribe. Nadie como él tiene la credibilidad y la autoridad para enarbolar esa bandera, y es por eso que su compromiso con esa causa ha hecho tanto daño.
Lo malo es que el expresidente en algunos casos utiliza su autoridad y su credibilidad para llevar su oposición a deformaciones de los hechos y a excesos que no corresponden con la realidad ni son coherentes con posiciones suyas anteriores. Por ejemplo, él da la impresión de que es un error del presidente Santos haberle apostado al final del conflicto por la vía del diálogo. Sin embargo, Uribe mismo en su libro No hay causa perdida incluye seis referencias en las cuales reconoce que él mismo exploró seriamente esa posibilidad.
Es pertinente citar textualmente cuatro de esos apartes para ver cual ha sido su posición sobre el tema.
1) Desde 1997, cuando era gobernador de Antioquia, le manifestó a García Márquez que “estaba interesado en cualquier tipo de conversaciones que pudieran conducir a la paz y que si las condiciones lo permitían aceptaría, en coordinación con el gobierno nacional, hablar con las Farc” (página 87).
2) “Siempre he creído que si nuestro objetivo es la paz, nunca podremos alcanzarla solo por la vía militar” (página 91).
3) “En mi discurso de investidura, ofrecí la paz a las Farc y revelé que Kofi Annan, el secretario de las Naciones Unidas, había aceptado mi solicitud para mediar en los esfuerzos tendientes a regresar a la mesa de negociaciones” (página 161).
4) “La posibilidad de este acuerdo sorprendió a quienes consideraban a nuestro gobierno como de ‘línea dura’, poco o nada dispuesto a negociar. No era así; siempre declaramos nuestra voluntad de hablar con las Farc bajo ciertas condiciones; lo que no podíamos tolerar bajo ninguna circunstancia era una zona de despeje similar a la que hubo en el Caguán durante el gobierno anterior y que sirvió a este grupo para reconstruir su capacidad militar mientras fingía estar interesado en la paz” (página 224).
Con estas frases escritas de su puño y letra no es muy fácil entender por qué le genera tanta indignación que el presidente Santos esté haciendo lo mismo que él consideraba debía hacerse. El resumen de sus planteamientos es que no era posible acabar con la guerrilla por la vía militar y que había que llegar a una mesa de negociación siempre y cuando no hubiera despeje. Esto corresponde milimétricamente a lo que está sucediendo en la actualidad.
Aceptado el hecho de que era necesario llegar a una mesa de negociación, el único debate posible que surge es entonces en qué condiciones se negocia, qué concesiones toca hacerle a la guerrilla y en qué no se puede ceder. Una de las críticas que ha formulado el uribismo es que como no se conoce ningún detalle de lo que se discute en La Habana, se está negociando de espaldas al país. Como el gobierno y las Farc decidieron que no se iba a revelar nada hasta que todo estuviera acordado, es bastante especulativo oponerse a algo desconocido. La negociación en secreto puede ser criticada, pero es la única forma de avanzar. El mismo Uribe lo sabía porque todas las gestiones que realizó su alto comisionado para la Paz, Frank Pearl, para buscar un acercamiento con las Farc se hicieron bajo la más absoluta reserva.
Una negociación pública como la de El Caguán se convierte en una feria de vanidades y de discursos para la galería que garantizan el fracaso. Lo importante es que el resultado final sea considerado aceptable por las dos partes y tenga algún tipo de refrendación popular. Eso lo ha garantizado el gobierno puntualizando que no se va a convocar una nueva constituyente para no abrir una caja de Pandora.
Por todo lo anterior, el caballo de batalla real que le queda al expresidente Uribe ante la opinión pública es el de la cruzada contra la impunidad de los guerrilleros. Esta es una causa muy popular pues la mitad de los colombianos cree que los guerrilleros deben ser tratados igual que los paramilitares. Esa división es tan clara que en una orilla está el procurador, y en la otra el fiscal. Para Alejandro Ordoñez y los primeros es inaceptable que personas que han cometido delitos atroces, ya sean guerrilleros o paramilitares, no paguen un día de cárcel. Para el fiscal Eduardo Montealegre y los segundos, los dos casos no son comparables.
La comunidad internacional y la Justicia diferencian entre delitos políticos y comunes. Para este grupo, los guerrilleros estarían en la primera categoría y los paramilitares en la segunda. Por más arbitraria que pueda parecer esa interpretación, ya que las atrocidades que cometieron ambas partes son igual de aterradoras, al guerrillero se le reconoce una motivación ideológica en su rebelión que no se le reconoce al paramilitar.
Sobre este tema el expresidente Uribe tampoco ha sido muy coherente. Ahora pretende estar del lado del procurador en la exigencia de que se juzguen drásticamente todos los crímenes de la guerrilla, pero su hoja de vida dice otra cosa. El propio Uribe fue uno de los primeros en considerar que los guerrilleros que se sometían a un proceso de paz requerían un tratamiento jurídico especial, que podía incluir una amnistía.
En 1992, para apoyar una ley de indulto del gobierno a favor de los guerrilleros del M-19, presentó una proposición con su firma en los siguientes términos: “Desígnese una comisión… para tramitar con celeridad un instrumento jurídico que haga claridad en el sentido de que la amnistía y el indulto aplicados al proceso de paz (con elM-19), incluyan aquellos delitos tipificados en el holocausto de la Corte Suprema de Justicia, a fin de que no subsistan dudas sobre el perdón total a favor de quienes se han reintegrado a la vida constitucional”.
Eso significa que él compartía el concepto de que los guerrilleros, por ser delincuentes políticos, podían ser sujetos de fórmulas jurídicas que correspondieran en la práctica a una amnistía o a un indulto. No es muy coherente, por lo tanto, de su parte considerar ahora inaceptable que se le otorguen a las Farc los beneficios jurídicos que él mismo propuso para el M-19.
La situación real es que las Farc nunca hubieran llegado a una mesa de negociación para pagar años de cárcel. Sobre todo si se tiene en cuenta que prácticamente los únicos que quedarían tras las rejas son los mismos que tendrían que firmar el acuerdo en La Habana. Ellos son los comandantes y la prisión sería más para ellos que para la tropa.
Por lo tanto, si se trata de discutir en términos realistas las negociaciones de Cuba, es posible que desemboquen en una firma con alguna fórmula jurídica que no implique penas privativas de la libertad; también es posible que fracasen; lo que es definitivamente imposible es que haya una firma de un acuerdo con cárcel para quienes negociaron. Esto lo saben todos los protagonistas de la negociación, aunque ninguno lo puede reconocer públicamente.
De lo anterior se puede deducir que el expresidente en su oposición al proceso de paz de Santos puede haber sido convincente, pero no coherente. Él ha criticado la búsqueda de una salida negociada y no militar cuando él mismo, en su autobiografía, reconoce que buscó eso mismo. Ha criticado que la negociación sea reservada cuando es evidente que si fuera pública no funcionaría. Y ha pretendido que las Farc no puedan ser objeto de una amnistía total cuando él mismo la pidió para el M-19.
Álvaro Uribe es probablemente el estadista más popular que ha habido en Colombia en los últimos 50 años. Que se recuerde, solo el retiro de Alberto Lleras de la Presidencia de la República en 1962 provocó el mismo nivel de agradecimiento que el que se vio al final de los ocho años de la seguridad democrática. Lleras Camargo había terminado con la violencia partidista con la creación del Frente Nacional y el país entero se lo reconocía. Uribe no terminó el conflicto guerrillero que reemplazó al partidista, pero le dio una estocada que parecía haberlo dejado herido de muerte. Ese mérito no se lo podrá quitar nunca nadie.
Ese reconocimiento ha sido tan grande que ha producido lo que se denomina el efecto teflón. Por esto se entiende que todos los ataques contra él le resbalaban. Eso en cierta forma sigue pasando, como lo demuestran sus relativamente altos índices de popularidad, pero se comienzan a ver grietas. Su conducta como expresidente ha sido tan radical y en cierta forma tan irracional que aun sus adoradores se sorprenden.
El exmandatario no tiene por qué estar de acuerdo con las políticas de este gobierno, pero tampoco tiene por qué tener una obsesión para que fracasen. Al respecto se le podría decir que pensara en el ejemplo del expresidente George W. Bush. Cuando le preguntaron qué opinaba del gobierno de Barack Obama respondió: “Obviamente tengo muchos desacuerdos, pero considero que mi sucesor merece mi silencio”. (Semana.com)